De puertas cerradas ·

Últimamente choco una y otra vez con un pensamiento:

Puedo estar totalmente segura de lo que creo que lo defiendo a muerte; pero hay un sólo paso de la seguridad a la duda, un pequeño paso: El preguntarme si existe la posibilidad de que mi idea no es la única verdadera, que lo que mi compañero argumenta puede ser también. Sólo ese planteo, simple.
Y no hablo de la duda muda y quieta, que pausa; hablo de la duda que nos hace hundirnos en nosotros mismos para encontrarnos y reencontrarnos, la duda que nos da un cachetazo y nos baja del pedestal y nos pone al lado de nuestro compañero.
Y no hablo de ceder la razón por no querer contradecir por miedo a decir que no por miedo a quedar mal por miedo a que no nos quieran por miedo a la soledad, o porque sí.

Me da la sensación de que a veces discutimos por discutir, sólo por querer estar en lo correcto y estar por encima del otro; porque tememos estar equivocados y tener que volver a empezar (a pensar), por inseguridad.
No sabemos que darnos cuenta de los errores es acercarnos a la evolución. Cambiar para crecer.
No sabemos que no hay errores, sino puntos de vista. Ver para ser.

Entonces, me parece que este simple planteo, el de preguntarnos por qué defendemos tanto algo, por qué decimos lo que decimos, puede también acercarnos a la verdad del otro (además de la nuestra). A partir de ahí encontramos la posibilidad de equivocación; encontramos la duda, con la que actuamos a continuación; encontramos el riesgo, la vida.

Lo mismo me pasa cuando me replanteo el deseo de algo: ¿Por qué quiero esto? Costumbre tal vez. O es que una vez llegué a esa conclusión y ya me olvidé por qué... Y ahora no sé, solamente lo quiero. LO QUIERO.
Y no. Lo que no sé es que no lo quiero en realidad. No lo creo. Él tiene razón. Hola.


Es esa puerta que se entornó, que no tenemos que olvidar, que podemos volver a abrir y no encadenar.